Artículo publicado en la revista Fuego Amigo en noviembre de 2014.
Zbigniew Brzezinski: Según la versión oficial de la historia, la ayuda de la CIA a los muyahidines comenzó en 1980, es decir, un año después de que el Ejército Soviético hubiera invadido Afganistán, el 24 de diciembre de 1979. Pero la verdad, mantenida en secreto hasta ahora, es muy diferente: en realidad fue el 3 de Julio de 1979, cuando el presidente Carter firmó la primera orden de ayuda clandestina a los oponentes al régimen pro soviético en Kabul. Ese mismo día, escribí una nota al presidente en la que le explicaba que, en mi opinión, esa ayuda iba a provocar una intervención militar Soviética.
Periodista de Le Nouvel Observateur: Cuando los soviéticos justificaron la intervención alegando que lo que pretendían era hacer frente a una intervención de Estados Unidos en Afganistán, nadie les creyó. Sin embargo, había algo de verdad… ¿No se arrepiente de nada hoy?
Zbigniew Brzezinski: ¿Arrepentirme de qué? La operación secreta era una idea excelente. Su efecto era atraer a los rusos hacia la trampa afgana ¿y quiere que me arrepienta? El día que los soviéticos cruzaron la frontera, escribí al presidente Carter más o menos lo siguiente: “Ahora tenemos la oportunidad de dar a la URSS su propio Vietnam”.
Extracto de la entrevista a Zbigniew Brzezinski en el semanario Le Nouvel Observateur, (15-21 de Enero de 1998, 76). Zbigniew Brzezinski fue el consejero de Seguridad Nacional durante el gobierno de Jimmy Carter (1977-1981).
La maldición del tablero de ajedrez es que sólo hace falta imaginarlo para que comience la partida. Zbigniew Brzezinski escribió un libro, en 1997, titulado The Grand Chessboard. En él, el político explicaba su concepción del mundo como un gran tablero de ajedrez y cómo, en función de ello, jugó su partida durante los años que formó parte del gobierno estadounidense.
En The Grand Chessboard Brzezinski expone su concepción del mundo.
Así de funesto es el poder. Está donde se imagina. Las comunidades nacionales adoptan un cuerpo uniforme y los individuos se convierten en células insignificantes contenidas en las fronteras de los Estados. Se conciben nuevos seres, con rostros identificables y cuerpos alargados rematados con una base en la que se apoyan y desplazan por el tablero. Las células ya no se piensan. Las piezas son gigantes: Rusia, Estados Unidos, China. Pero el tamaño no es criterio para la existencia, lo que cuenta es la estructura de los actores: territorio y cetro. Forman parte del mismo tablero otros más pequeños: Sierra Leona, El Salvador o El Vaticano. Peones, alfiles, caballos, torres y reyes. Como en al colmena, cada uno nace destinado a jugar un papel. Los peones serán ofrendados si la situación lo requiere. La hegemonía del monarca macho es agotadora. La hegemonía es una lucha continua. No hay final de los tiempos, sólo el final de una partida para comenzar otra.
Pero el mayor enemigo de la hegemonía no es el contrincante, sino la ausencia del mismo. En The power of nightmares, Adam Curtis advierte sobre la dependencia entre el neo-conservadurismo y los movimientos radicales islámicos. Porque sin enemigo no hay partida. Bien lo saben aquellos que durante los ‘90, a pesar del proclamado término de la historia, del fin de la guerra y del sufrimiento, padecieron la acción del stock militar acumulado durante décadas en los almacenes de la Guerra Fría. No hay victoria sin enemigo.
Esta concepción del mundo es lo que en Relaciones Internacionales se denomina teoría realista. Sus principales características son la visión del escenario internacional como un campo de juego dominado por la anarquía, y separado del escenario interno, en el que los actores clave son los Estados.
Los músculos esperan la orden, las neuronas imaginan la estrategia y transmiten cada táctica a los miembros ejecutores para que sea puesta en marcha. Los contrincantes fijan la mirada, y sobre el tablero Siria es acorralada, bajo la amenaza de quedar fuera de la partida como ya lo están otros. A un margen del tablero, Irak, con el cuerpo aún caliente, se balancea sobre su perfil contorneado.
Los peones suicidas nunca alcanzarán la hegemonía, pero pueden cambiar el juego. En ocasiones las piezas más pequeñas son subestimadas por el enemigo, en otras, la baza de la guerra asimétrica también es jugada por el poder hegemónico. No es la primera vez. En el ajedrez la memoria es importante.
Pocos días antes de morir, Alija Izetbegović, presidente de Bosnia y Hercegovina, en el mismo encuentro en el que reconoció la presencia de miembros de AlQaeda en la guerra de Bosnia a petición suya, admitió haber mentido sobre la existencia de los campos de exterminio dirigidos por serbios. François Mitterrand visitaba Bosnia y cientos de periodistas iban a ser testigos del encuentro. Izetbegović mintió para provocar la intervención militar de ‘Occidente’. Nunca hubo campos de exterminio dirigidos por serbios. A pesar de las críticas que recibió por su incapacidad como estadista, parece que a Alija no se le daba mal el ajedrez.
La teoría realista es una buena coartada (aunque no la única) para justificar intervenciones humanitarias ¿hay diferencia entre ellas? La Rusia enemiga es encarnada en un rostro que puede ser descrito con detalle, el color de los ojos, la longitud de su nariz, las arrugas alrededor de los ojos, los puños de su camisa, el alfiler con el escudo enganchado a la solapa de la chaqueta. Cualquier confrontación es un cuerpo a cuerpo. Al Estado también se le dota de alma, de culpa y de penitencia para poder justificar cada puñetazo sobre su figura.
Imagen de la visita de Mitterrand a Sarajevo. De izquierda a derecha: Bernard Kouchner, François Mitterrand y Alija Izetbegović.
Fuente: Christophe Simon.
Se trata sin embargo de una teoría fallida, cuya validez depende de los elementos que somos capaces de ignorar. La teoría realista suprime que en el curso de la partida de ajedrez los golpes matan a células, a millones de ellas, aunque los cuerpos estatales apenas lo sientan. Las células no se piensan en una partida. Los cuerpos de las piezas siempre permanecen íntegros. Para que los muertos no pesen en la conciencia, no se imaginan. Sólo es una partida. No hay arrepentimiento. Sólo es una partida, sólo es una partida… Zbigniew repite su mantra.
La teoría realista alardea de jugar donde se ejerce el poder, sin embargo si hay algo de lo que está alejada es precisamente del poder. Enemiga de la soberanía en todas sus formas, individual y colectiva, ha olvidado que si hay un error, es humano, no estatal. La teoría realista nunca entendió el poder. Los Estados no tienen conciencia, sin hombres y mujeres (sobre todo hombres en su forma más institucional) son seres vegetales. La renuncia al poder individual ya es una decisión, ya es un ejercicio de poder, y las consecuencias deben asumirse. No hay jerarquía estatal sin la voluntad individual y colectiva de asumirla. La teoría realista es torpe en el juego del poder. Dibuja a sus actores como seres únicos, excepcionales, conformados como unidad. Pero el Estado no es una unidad, es la suma de unidades. Una de las manifestaciones que mejor ilustra esta concepción del mundo es el modo en que la teoría realista fabrica las biografías de sus ‘fichas'-actores. Son biografías que se recrean en lo extraordinario, en el carácter singular e inusual de sus jugadores. Como si en la partida de nacimiento el funcionario de turno hubiera escrito su destino. Como si hubieran nacido calvos y con gafas. Como si siempre hubieran estado.
A las negociaciones de paz en Versalles en 1919 (aquellas que prepararon el camino hacia la Segunda Guerra Mundial), acudió Woodrow Wilson, presidente de los USA. A Woodrow le gustaba alardear por aquella época de su compromiso con la liberación de los pueblos. Woodrow se autoproclamó campeón de la autodeterminación. En aquellos días, un joven vietnamita, que estudiaba en Francia, había oído sobre tamaña benignidad hacia los olvidados del mundo y se acercó a Versalles para dialogar con Woodrow sobre algo más que un cómodo discurso: la liberación de un pueblo concreto, su pueblo, Vietnam. El joven ni siquiera pudo encontrarse con Woodrow y fue expulsado del recinto, creyendo que quien no juega en el tablero es inofensivo y no merece atención. Más allá del desprecio y cualquier consideración ética que subyace en este trato hacia un ser humano, hay algo más: la superficialidad de esta percepción del poder. El joven, inocuo e inofensivo a ojos de todo un rebaño de majestuosos presidentes que encarnaban las fichas del tablero, se llamaba Ho Chi Minh.
Hipnotizado en su partida de ajedrez, Woodrow engendró poder en un muchacho de 29 años que marcaría la historia de varios presidentes, varios Estados y millones de personas en diferentes partes del mundo.
Esto es lo que ocurre cuando uno sólo ve la partida y se olvida de la gente. La teoría realista es una teoría falaz, que sólo es válida si imaginamos que no existen millones de personas, cada una con sus excepcionalidades y cada una muy parecida a los actores que nos presentan como excepcionales.
La teoría realista desconoce el origen del poder. Sólo es capaz de describir lo que ocurre en un reducido espacio que concibe como permanente, sin principio ni final. La teoría realista oculta los espacios de poder, y omite las consecuencias de sus decisiones más allá de los contenedores que imagina. La ventaja es que se trata de una teoría cómoda.
Ho Chi Minh unos meses después de la la Paz de Versalles, en un Congreso del Partido Socialista Francés.
Fuente: Michael Goebel.
El inconveniente de esta religión es que cuando alguna de las fichas explosiona, dejando la sala perdida, o el tablero desparece, las fichas corren sin rumbo, desorientadas, rezando a su dios para que la mano invisible deje de asustarlos con sus juegos oscuros e incognoscibles. La parte positiva es que la conciencia descansa tranquila. Si sólo es una partida, no hay de qué arrepentirse.